Si me remonto al pasado, diría que la imagen que jamás se despegará de mi cabeza es la de un adolescente norteamericano que, en pleno auge de la televisión por cable, transmitía su propio programa desde la comodidad de su habitación, gracias una gloriosa cámara casera.
Ahora, si estiramos un poco más esa borrosa y accidentada linea del tiempo que es el pasado, puedo aun sentir en mis brazos el peso de mi primera cámara de video: una Betamovie que mi padre adquirió para inmortalizar todos aquellos momentos familiares, y que yo, un nií±o de 6 aí±os, convertí en mi juguete favorito, sobre todo porque mi Betamax, uno de los primeros y enormes modelos que salieron al mercado, contenía algunas breves pero funcionales posibilidades para editar videos.
Y si me dejan, nuevamente, saltar la linea del tiempo, pues me veo en los últimos aí±os de vida universitaria. Hice de una cámara analógica video 8 (terco yo, en pleno auge de lo digital) casi una extensión de mi persona. Aquellos incansables compaí±eros de estudios me recordarán, espero tiernamente, llevando la cámara hasta el baí±o (no me malentiendan, trato de referirme a que jamás soltaba el bendito aparato). El resultado de esas eternas sesiones con la maravilloso Sony son horas, días enteros de videos donde mis amigos -así como personas absolutamente extraí±as para mí- me conversaban olvidando o tal vez ya acostumbrados (¿resignados?) a que jamás apagara la cámara. Pues bien, lo que me encantaba de esos videos era que podías ver a gente de carne y hueso, charlando, riendo, llorando. Y lo mejor de todo era la existencia de un acuerdo tácito mediante el cual mis amigos y hasta mis enemigos sabían que yo jamás mostraría a nadie esas grabaciones, acuerdo que hasta el día de hoy cumplo.
Ese es, digamos, el punto o los puntos de partida. Durante algunos meses traté, equivocado yo, de crear una versión un poco más «agradable» para ser llevada a la televisión, pero una maí±ana, en un bonito viaje en combi, me di cuenta que estaba pensando más en que podría resultar agradable para un posible público, en lugar de pensar que podría ser agradable para mí.
Aquel día -de asombrosos descubrimientos- deseché el plan para la TV, dirigí mi energías hacia la internet y compré la dirección para el videoblog. En pocas palabras, cree mi propio canal. De esa manera, pensé, podría hacer lo que me de la gana con el proyecto y, creo, hasta ahora todo va muy bien.
Hace unas semanas, regresando de Argentina, leí en una revista de música que el truco para ser feliz en la vida es, tal vez, guardar, en un rinconcito de nosotros, un espacio para ese joven de 16 aí±os con envidiable ímpetu adolescente, ímpetu que muchos pierden con la adultez. Todos los días, poco después de despertar, abro La habitación de henry spencer y compruebo que yo continuo guardando un espacio para aquel muchacho impetuoso.
LC